¡ESTA SI ES BANDA!
TRES GARDENIAS
En el o’konal, iba mitigándose el traumático aroma de la muerte, para dar paso, una vez más a la fragancia de la vida y se llenaba de juncos, cañas e indómitas pero bellas flores de color amarillo, rojo y violeta. Y aquende se dejaban llegar, para tomar agua y reposar: los jilgueros de melodiosos gorgoritos, los inquietos tejachos, las santarositas, los huanchacos de pecho colorado, los pichizankas y los yuquis malagüeros. Era el resultado del remansamiento de las últimas aguas del aluvión del 13 de Diciembre de 1941, que dejó además un légamo parduzco, que poco a poco, con las lluvias, se iba aclarando, hasta dejar ver una fina arena blanca de granito.
También entre los humanos sobreviventes, por todas partes, se respiraba un aire cómo de rebeldía homeostática contra el desastre, tras el reflujo del dolor y el espanto, surgía la reacción y el entusiasmo era generalizado. Allí, en ese o’konal, al pie de los alfalfares de Don Gustavo Ramírez, que la avenida no alcanzó, contemplando la belleza que surge de la tragedia, como una promesa de mejores tiempos, como el anuncio del final de la noche y el advenimiento de la alborada; Eudosio decidió lo que haría con el capital que trajo de su ardua brega por la Costa: Pondría un restaurante en la Plaza de Armas.
A mediados de 1942, inauguraba “El Trocadero”. Sonoro y famoso nombre. Solo cinco años distaban de la inauguración de la Plaza del Trocadero en París, a orillas del Sena y a espaldas de la mítica Torre Eiffel. Era su homenaje, no por distante o modesto, menos importante, al esplendor y la magnificencia de sus jardines y sus fastuosas construcciones. No contaba con la famosa Torre, pero estaba el PukaVentana vigilante y aunque no al Sena tenía al Santa, de menos caudal y largura, pero sí mucho más rumoroso, facundo y fecundo y por su confinidad, definitivamente más familiar; más compañero.
Pionero y resuelto, Eudosio inaugura un horario novedoso, además del habitual horario diurno: Desayuno desde las 5 de la madrugada y atención nocturna hasta las dos de la mañana. Como pedrada en ojo de boticario, para los viajeros a Lima, a Casma y el Callejón y viceversa. De Lima, por la ruta de Cajacay, el viaje era más peliagudo, que por la descartada ruta de Marca; duraba de 15 a 20 horas y normalmente, el arribo caía fuera del horario de trabajo de los negocios, incluyendo los pequeños restaurantes existentes. De Casma se sabía el horario de partida, no el de llegada. Pero, con la iniciativa de Eudosio, los viajeros tenían la confianza de encontrar un caldito de cabeza o de gallina o un cafecito caliente, en el nuevo horario prolongado del “Trocadero” que a partir de 1,943, se amplió a las 24 horas.
El café era una de las especialidades, súmmum de distinción: tostado y molido en la cocina del establecimiento y siempre con su cuota de secreto.
Una singularmente fría madrugada, entró Pedro Rosas, totalmente enfangado por fuera y empapado por fuera y por dentro. Una porfiada lluvia se había ensañado con él, desde la mañana anterior, a la altura de Raquia. Más él, guerrero curtido por mil batallas, se zampó unos cuantos salta pa’tras para valor, siguió en todo el día y toda la noche, pulverizando obstáculos a punta de lampa y pico.
Retrasado, chorreante y cansado, pero llegó y urgentemente, necesitaba un café y lo pidió.
En el “Trocadero” se le sirvió con la “esencia” exclusiva, la que lo enviciaba y a pesar de que era evidente que, estaba muy alegre, insistió una vez más, se le revelase, la clave del sabor.
- Eudosio, ¿Cómo preparas este café?- preguntó ipso-facto Pedro, al que el licor no podía menguarle el don de experimentado degustador cafetero.
- Nos lo envían listo desde Chanchamayo – le contestó de inmediato.
Así era siempre, nunca la hechizada clientela, llegó a saber que la hermética fórmula incluía un tanto por ciento de cebada tostada y molida.
Probablemente Mamá Anita, la heredó de su padre, quien la importó de las bellas villas de su natal Parobamba, donde está arraigada esa usanza y el café pasado es una delicia que linda con los placeres de los rituales paganos. Sobre todo en las tardes lluviosas y frías.
La exitosa experiencia del Trocadero, dio lugar a otro restaurante de similares características; también en la Plaza de Armas. En 1946 nace, de las manos de Eudosio y la hacendosa y expeditiva Humbelina; su esposa: “El Doria” en alusión y ofrenda del lujoso trasatlántico de moda, que se procuró el nombre del legendario almirante genovés Andrea Doria, al servicio de Francia inicialmente y de la corona española, en los tiempos de Carlos Primero y Felipe Segundo, después. Aquí es donde continúan su laboriosa misión hasta 1958, año en el que Eudosio se lo transfiere a su hermano menor Abdías. Antes; en 1952 había hecho lo propio con el Trocadero, traspasándoselo a Agripino, quien tenía a un dechado cinético por compañera: Antonieta Cabana Minaya, era incansablemente laboriosa. Con ella trasladó el negocio a la segunda cuadra del Jr. Granada, en Huarupampa, al lado del taller de Don Waldo Escudero.
De 1958, a 1962, la historia del Doria la escribieron, con ahínco y dedicación: Abdías y Lucila su esposa; también muchas anécdotas colmaron sus páginas. Como aquella de “Foronda de oro”:
Martín, era un buen muchacho, empeñoso en el quehacer y enamorado, hasta el tuétano, de Susana, la blancona que vino de Cullashpunru, a trabajar al Doria, recomendada por “Tashpundo” el chofer del viejo urbano de pasajeros de Huaraz a Monterrey.
Un buen día, a la hora del desayuno, llegó puntual como siempre, sumamente elegante, con su terno gris y su corbata roja como siempre, el señor Foronda a quien se le conocía como “Foronda de oro” y preguntó por el menú. Eligió un pan con jamón bien picante, como siempre.
- ¿Y para tomar que hay? – le preguntó a Martín
Y obediente, el muchacho, le repitió lo que Abdías le había enseñado:
- Para tomar, tenemos agua de manzana señor, muy bueno para la cabeza.
La inesperada violenta reacción del Sr. Foronda, lo asustó tanto que fue a refugiarse al fondo, en la cocina, tras la vicharra del maestro Arroyo.
- ¡¡Que te has creído soquete del demonio!! – se desgañitaba, el Sr. Foronda, con las venas que le reventaban en el cuello y la frente.
Como nadie parecía darle la importancia que el caso ameritaba, se dirigió con su queja al largo mostrador marrón que era el Centro de comando:
- ¡Abdías, ¿Dónde está ese mostrenco malcriado que tienes por mozo?!
- Cálmese Señor Foronda y cuénteme ¿Qué es lo que ha pasado?
- ¡Lo que pasa es que no debes dar trabajo a majaderos como ese! Tu bien sabes que de la cabeza ando muy bien…¡Pero a ese mentecato, tienes que botarlo!
Y se fue, echando chispas y sin dar ninguna explicación más; como siempre
- No sé señor, yo solo le ofrecí agua de manzana – respondió el muchacho, cuando fue interpelado por Abdías, quien al caer en cuenta del malentendido; se echó a reír de muy buena gana, dejando más desconcertado aún al pobre Martín. Y es que al Sr. Foronda, sus excentricidades le habían agenciado fama de loco y era tal, la cruel porfía de la gente, sobre todo de los despiadados mozuelos, que parecía que él mismo empezaba a dudar de su cordura.
Y a la par del Doria, prosperaba también en el jirón Piura, otro restaurante del último de los hermanos, Jorge instaló en el año 1,954, en la esquina con el jirón Gamarra: “El Danubio Azul” que tanto homenajeaba a los 2,800 y tantos kilómetros del célebre río, como a la famosa composición de Johan Strauss, Jr. Y como en todos los emprendimientos de sus hijos, allí también estaba Ana Guío Mendoza, prematura viuda de Víctor Sifuentes Cordero. Detrás, apoyando y asesorando y sobre todo, legando su invalorable tesoro: su punto de sal; su sazón.
Para Jorge, la compañía de mamá, fue provechosa, porque estaba soltero y porque fue el que mejor tuvo en aprecio, sus pautas culinarias. Se hizo el más destacado cocinero de la familia. El negocio iba viento en popa y previsoramente Jorge comenzó la construcción de una casa grande en Patay, allí es donde interinamente encorralaba a los animales que, después se convertirían en caldos o en su celebrado adobo picante.
Mamá Anita, antes de irse al “Danubio”, me encarga un día, dar de comer y sacar a paseo a una parvada de aves, compuesta por gallinas, pavos, patos, y gallos. Y el vecino Tulio Pozo, natural de Chavín, que alquilaba un departamento en la casona de don Abdón Salazar y muy aficionado a las jugadas de gallos, descubre en el grupo a uno que le parece interesante.
- Y ese gallo ¿de quien es? – pregunta.
Y al obtener la respuesta, me propone que le sirva de sparring a su campeón del Callejón de Conchucos.
Me encantó la idea. De manera que los acomodamos para el lance de entrenamiento. El de Tulio Pozo, era un ajiseco de fina estampa y el otro; el de Jorge, era una mezcla de ají limo, con ají chinchano y algunos otros ajíes. Pero guardadito, había tenido también su rocoto; porque cataneó al campeón. En toda la línea.
Presto, el señor Pozo, rescató y salvó a su gallo y se fue mirando incrédulo, sorprendido, al jaspeado multicolor.
En la noche, vino Jorge en su bicicleta, llenó en un costalillo, algunas aves para el caldo de la madrugada y se regresó raudo.
Al día siguiente, muy temprano, el Sr. Tulio pozo, vino a hablar con su amigo Abdías, porque tenía una interesante propuesta para su hermano Jorge: Que le dijera el precio del murusho, ají panca o como se llamara, que estaba dispuesto a comprárselo.
Cuando, en la tarde, que era cuando Jorge venía trayendo la comida para sus animales y para los de Mamá Anita; se encontraron y después de escuchar la proposición, riendo le contestó a su hermano:
- ¡ Ah caray! el problema es que ese gallo ya se transformó en gallina.
Es decir que el
pobre aspirante a “Caballero Carmelo”, se convirtió en un delicioso caldo de gallina,
porque no existe en la tradicional y reputada gastronomía de la región un plato
que se llame : “Caldo de gallo” y porque
Jorge era un chef muy alejado de la afición por las peleas de gallos.
Chanelo
Chanelo
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