LA TRAGEDIA DE CONDOR CERRO

jueves, 15 de octubre de 2015




VICTOR SIFUENTES CORDERO

                           En la Casa de Patay, posando con "El Negro", su fiel cabalgadura y "El Loco", su leal cancerbero. Listos para partir en el verano del año 1934



              La carretera actual pasa por el desierto de la Pampa colorada. Por allí también había un buen camino, que era más corto pero muy arduo y riesgoso; sobre todo por el sol abrazador. Esta ruta podía aconsejarse, siempre y cuando se saliese de Yaután, en la madrugada.
             Cuando bajaba, un trecho más abajo de Cachipampa, caserío vecino de Yaután, Víctor Sifuentes dirigía su caravana por el valle de la hacienda Casablanca, siguiendo el curso del Río Casma, por allí no escaseaba el agua ni las partes sombreadas. Además ordinariamente en las subidas, el Sr. Nicolás Lomparte, mayordomo de la hacienda le requería para la bajada, su dotación de papa huayro, choclos y alguna otra especialidad de Huaraz como el jamón serrano; del bueno: deshidratado con salitre, embadurnado de ají con semillas y todo y puesto a secar ahumándose cerca del fogón hogareño.
             Delante iba el campanillero, animal muy listo que, según las directrices del amo; dirigía la recua. Se había ganado a pulso el derecho de carga liviana, por lo que en las subidas era uno de los que transportaba el ají panca y el ají escabeche secos o los racimos de camarones sancochados . La manada era respetable, se contaban cuarenta y una acémilas, de las cuales veinte eran mulas destinadas a la carga más pesada, como las pacas de pescado salado y deshidratado, provenientes del Puerto de Casma; los diez caballos, mansos como perritos y tan cariñosos e inteligentes como ellos, tenían los aparejos y el confort, para el traslado de pasajeros y finalmente, los diez burros, fuera del campanillero, eran ruteros; descargaban y cargaban en cada pascana. La primera de éstas era la hacienda Casa Blanca, la segunda estaba en el pueblo de Yaután, la tercera en Pariacoto y la cuarta y más importante, quedaba en la hacienda Chacchán. El viejo hacendado Don Domingo, padre de Don Esteban Zímic, había hecho restaurar el viejo tambo incaico, dotándole de comodidades para los arrieros y los viajeros, incluyendo algunos postillones, que eran pongos de su servicio. Allí comenzaba la verdadera epopeya, el camino evolucionaba abruptamente por las ariscas faldas del cerro Shinán.
            Los vapores: “Coquimbo” o el “Supe”, días más días menos, zarpaban por turnos del Callao, con intervalos de un mes, distribuyendo mercancías en los puertos norteños en los que recalaban. Cuando fondeaban en la dársena de Casma; era fiesta. El Hotel Royal, desbordaba de pasajeros, con destino a los diferentes pueblos del interior del Departamento y había colas tanto en el almacén del Sr Remigio Lazarte, natural de Moro, como en el del macatino Sr. Octavio Balta. Los comerciantes, los transportistas, los arrieros y en general el público, abarrotaban las instalaciones del pujante puerto, que aunque incipientes, alquitaraban una prosperidad, que se medía en los risueños rostros, las traviesas e inquisitivas miradas, las transpiradas espaldas y el incesante flujo de billetes, de la misma manera que en las bohemias noches de inmoderadas expansiones, harto inundadas del aguardiente de Motocachi o el pisco de Moro y placenteramente amenizadas por un tropel de trashumantes venus de catálogo pueblerino, algunas empapadas de fragancia "tabú" y de "pasión gitana" algunas otras, pero sin excepción exhalando todas, humores emulsionados con alegrías y penas, esperanzas y desencantos.


                En el vapor venían los abarrotes y los artículos para los más diversos usos. Evoco ahora, un cálido recuerdo: La novelería y la necesidad habían puesto de moda, el invento del berlinés Max Graetz. La lámpara Petromax, era una corruptela de su nombre. El ingenioso aparato, incineraba un derivado del petróleo, a través de una malla de seda tratada con sales resistentes a las altas temperaturas, produciendo hasta 500 candelas de luminosidad en el modelo más requerido: el famoso "829". Dada su constitución frágil, su transporte era harto peliagudo, pero Víctor Sifuentes, lo solucionó empacándolas como chipas de chancaca, con abundancia de la paja de totora, que se enviciaba en las riberas del Río Casma. Tenía una gran intuición para resolver los complicados gajes del oficio. Su ingenio y baquianismo hicieron posible por ejemplo: el arribo de los dos primeros refrigeradores a kerosene “Frigidaire” a Huaraz, que eran un exceso de opulencia y pedantería de los Sobrevilla y de los Cárdenas Muro, porque devenían artefactos superfluos en una ciudad que retozaba y trajinaba, que gozaba, se afligía, o sesteaba con la gélida brisa de la Cordillera Blanca.
           En Pariacoto, pujante y cálida estancia, esbozada por un meandro del río del mismo nombre, en las estribaciones de la Cordillera Negra, en medio de una gran diversidad de chumberas y cactus, Víctor Sifuentes descargaba gran cantidad de abarrotes. Es hasta ahora, un puerto para las poblaciones de Cochabamba, Colcabamba, Pampas Grande y Huanchay. La carga que bajaba era reemplazada principalmente por plátanos. También era así como se cargaban las paltas en Yaután. La fruta requería de aparejos especiales en forma de canastas a ambos lados de la andorga de los burros.
          Y Chacchán, por su ubicación estratégica, siempre estaba en movimiento. Era la última pascana para emprender la conquista del feudo de las ásperas y extensas cuestas, de la impredecible atmósfera que lo mismo podía desencadenar una terrible borrasca en tiempo de sequía, que liberar un frente helado, cuando el clima es más abrigado; en plena temporada de lluvias. Allí donde en las noches encapotadas, sin luna ni estrellas, la densa oscuridad no admitía ni imágenes ni lapsus y entonces el arriero depositaba su confianza en el instinto y las destrezas de sus animales, que se convertían en los guías.

Allí era imprescindible la linterna para regadores y viajeros, que era un perfeccionamiento del clásico "chiuchi". Tenía su tanquecito para el kerosene y su mecha de algodón entretejido, pero además se le había diseñado un bastidor de cánula de hojalata, para minimizar el peso, que soportaba un tubo de vidrio tratado para soportar mejor los bruscos cambios de temperatura. Un sistema de respiración para la disipación de los gases residuales y el calor y una asa de resistente alambre galvanizado. Habían muchas marcas, pero un arriero que se respetase, poseía una "Meva" checoslovaca, que llegaba por mar al Callao. Era muy buena, hasta la pintura color verde agua perlado, aguantaba el calor y el maltrato. De ésta compro varias Don Domingo, para los regadores de sus extensos alfalfares de Chacchán, que competían con los de la Hacienda Llanca, especialistas en semillas. El riego debía hacerse en la noche, para eludir el sol. Es que la alfalfa es muy exigente
            El ajetreo, inequívoca señal de vitalidad y a veces de bonanza, era el efecto ocasionado por las bulliciosas caravanas de Shipash huaín, Chulloc, Pira, Quiswar, Callanca, Shinán y muchos otros villorrios. Aunque la mayoría se abastecía en el Tambo dispuesto por don Domingo Zímic, a donde por consecuencia, estaba destinado un significativo porcentaje de la carga que traían los burros y mulas de Víctor Sifuentes; algunas recuas bajaban directamente a la Costa.
            Todos los arrieros se conocían y no obstante ser competidores, se respetaban y en cierto modo se estimaban. Hubo una ocasión en la que, entre trago y trago, le comprometieron a Don Hermógenes Aguedo, cajamarquillano muy dicharachero, a transportar veinte refrigeradoras a kerosene, del Puerto de Casma a los pueblos de Huaylas, Huallanca, Yungaypampa y La Pampa. Inteligentemente, Don "Illmu" optó por el apoyo del mejor. Víctor Sifuentes aceptó de inmediato el reto y fue así confederados, como se dieron maña para colocar los artefactos allá donde los clientes los querían. Con más animales y hartos operarios, las hicieron llegar a su destino, por los caminos de herradura de Moro, Jimbe, Santo Toribio y Mayucayán; sin un solo rasguño. Donde no había sendas establecidas, inventaron rutas y artificios, perturbando por cerca de dos meses, la apacibilidad de esos hermosos parajes, con su aparentemente extravagante oficio y sus singulares métodos.
             Con el Sr. Próspero Castillo de Pira, otro de los que capitaneaba una gran piara, luego de los consabidos informes de las condiciones de la ruta, era obligatorio un brindis con el pisquito de Moro o algún trago exótico como el cognac o el vermouth Cinzano; cada vez que se cruzaban.

-¡Arrieros somos y en el camino nos encontramos don Viccchu! –saludaba Don Próspero.

-¡Dios no nos prive de la dicha de estos encuentros, don Pushpi! – respondía Victor Sifuentes, con sus copas en alto, del trago recién servido. Porque a la recua se la reconocía aún antes de avistarla, por el característico tañido de sus campanillas.

-¡Para espantar al demonio! – remataba ofreciéndole su copa llena.

           El intercambio de novedades era largo y los animales bien lo sabían, la mayoría aprovechaba para ramonear a su gusto el ubérrimo pasto natural, algunos otros se olfateaban o se espulgaban, según el grado de acercamiento o confianza que su memoria les proporcionaba. Entretanto los amos drenaban una botella que liquidaban con un estentóreo:

-¡El último, para el camino!

           Un gran abrazo y la despedida.

-¡Hasta la próxima, si Dios quiere!

         Y Dios tenía siempre buena disposición. Ya en la subida o ya en la bajada, no faltaban las ocasiones de empinar el codo con alegría y con merecimiento.

         Esta historia la he perfilado como se pinta un paisaje muy querido, pero ya desaparecido. Quedan entonces, la memoria y el cariño como los artífices. La primera vez que escuché el relato de tan fascinante existencia fue en 1961, de boca de mi padre, cuando viajábamos a bordo del Forcito 600 de “Transportes Soledad”. Yo totalmente deslumbrado por cada acontecimiento del viaje y él, antes y después de Callán Punta, me iba indicando las trazas del antiguo camino de herradura.

-Por allí ajetreaba tu abuelito Víctor…

         En Chacchán, junto a los tramos, aún usados del mítico camino, me mostró los ruinosos restos de la otrora opulenta Hacienda. Después, en toda mi feliz infancia, no desaproveché ocasión alguna para hostigarlo con mis preguntas. Cuando ya él no tuvo nada más que ofrecer, continué con los vecinos y familiares y en la juventud divino tesoro, con los habitantes más antiguos de esos lugares, cuya fascinación me impulsó a abreviar los plazos para conocerlos y recorrerlos..


                                                              CHANELO OCTUBRE 2015






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