LA TRAGEDIA DE CONDOR CERRO

viernes, 11 de agosto de 2017

ERASMO REYES




Era Viernes Santo y no llovía y un secreto y obstinado motivo sentimental me había obligado a viajar, inopinadamente a esa ciudad a la que se le conoce como la Ciudad de la luz, pero no es París. En verdad está muy lejos de serlo.
Desde que enviudé, soy un hombre libre y me muevo a voluntad.  Chocano Melgarejo, amigo desde mi infancia, fantasiosa y alegre, con quien me encuentro casi a diario por la ruta de mi trabajo, doblegó mi incredulidad, jurando que Mayra Becerra, nunca se cansó de esperarme,  que no se casó y vivía sola.
 El destino o la casualidad jugaron a mi favor, o en mi contra, tú lo juzgarás después. Me encontré con Erasmo Reyes, con el que en el Colegio secundario,  muchas veces nos agarramos a trompadas, generalmente por disputas futbolísticas. Después de más de 30 años, lucía pulcro: rasurado, bien rapado; refulgente y olía bien. Era la imagen perfecta de un esposo bien atendido por una buena mujer. Vestía un elegante terno gris con tenues rayitas blancas e índigas y sobre una vistosa camisa de añil encendido; reposaba una coqueta corbatita roja. Se le notaba gordito, de colorado semblante y su otrora negro y espeso cabello, raleado y encanecido por el transcurso de los años; hacía ya buen tiempo, que había emprendido la retirada ante la arremetida de la bruñida frente.
Nos sentamos un buen rato en la banca que da frente al Banco Hipotecario en la espléndida Plaza de Armas y luego, nos introdujimos al Palais Royal, donde se nos fueron las horas como jugando, con las remembranzas de los tiempos aquéllos de nuestra estupenda juventud, ya bastante lejana.
          Tras los abrazos de rigor, las frases protocolares y algún imprudente dislate, aunque creo que involuntario de mi parte, la conversación se extenuaba y amenazaba con extinguirse
          - Estás casi igualito, eres el mismo campechano de siempre. ¡ Si no fuera por la guata! – le dije, poniendo a prueba mi sintonía fina, a distancia sideral de cualquier ánimo de ofensa.
          - No solo has envejecido, también tu sentido del humor parece que se desubicó, ahora es sarcástico ¿o tal vez envidioso? – me replicó en un tonito que me sonó a represalia.
          Como por toda respuesta yo le ofrecí mi más mundana sonrisa, el desencuentro inicial, afortunadamente, no pasó a mayores y elevando nuestros vasos brindamos estentóreos:
          - ¡ Salud ! , ¡ Salud ! ,  ¡Por el reencuentro!
Mezclarle un chorrito de Coca cola a la Pilsen, para atenuar el acíbar de los primeros sorbos, era una costumbre que adquirí, en el valle del Yanayacu, por Tarapoto.  A él le pareció una novedad, pero apostilló precisando:
          - Aunque la ocasión lo amerite, creo que no se trata de emborracharse, no es ésa la intención.
Yo estuve totalmente de acuerdo con él, por lo que a partir de la tercera ronda; suprimimos la Coca cola.
          El piso de la amplia Plaza había sido modernizado por la Comuna. Ya no era más el de entonces, de cemento pulido, tanto por las herramientas de los alarifes, cuanto por el intenso tráfico de las suelas en las horas de luz solar. Aquél que a Erasmo y amí, nos sirvió de gigantesca pizarra de ejercicios matemáticos, todas las frescas madrugadas de nuestra preparación previa a la prueba de admisión del Alma Mater de la cálida región norteña.
          - Esa es obra de nuestro condiscípulo, también postulante a la universidad Oswaldo Lagos, en su gobierno municipal – me puso al corriente, al notar mi gran interés por la bella y seguramente cara cerámica del piso nuevo.
          - Se ve muy elegante – atiné a comentar, esforzándome por disimular mi desencanto.
Y es que, por disparatado que parezca, a veces hago concesiones y acepto que mi mujer tenía razón, cuando afirmaba que vivo anclado al pasado, aprisionado por los vitales recuerdos de eventos que tuvieron lugar hace mucho tiempo. Ella era muy práctica, se calificaba a sí misma, como muy moderna y positiva; me enrostraba siempre que al nacer me fue denegado el instinto dialéctico del cambio, de la evolución, que mi visión del mundo parecía estacionada en los trances en que mi espíritu sintiose plenamente satisfecho o afortunado. En ese entonces yo no  alegaba nada porque siempre perdía. En todo caso, para mí uno de esos momentos, sin lugar a dudas, fue el período de entrenamiento para ese examen. A pesar de que Erasmo y yo, no lo aprobamos. Cuando creíamos tener todas las respuestas, nos cambiaron las preguntas. Estábamos afilados  en ciencias pero nuestro saber científico, pudo muy poco contra la criollada de los evaluadores, que permutaron las pruebas. De tal suerte que los que nos acompañaron en esas jornadas aurorales:  Oswaldo Lagos y Marcos Maury, si tuvieron éxito, porque postularon a letras y  lo que asimilaron de ciencias, en la gran pizarra de la Plaza de Armas, les alcanzó y sobró.
          - ¿Y que fue de Oswaldo Lagos ? – inquirí para retomar el hilo.
          - ¡Ah, él vive ahora en San Borja, tiene una tremenda mansión! apenas terminó su gestión edil, se trasladó a Lima con toda su familia – me confidenció Erasmo.
          - ¿Y has visto a Marcos Maury?
          - Ya tiene como diez años en Estados Unidos ¿No lo sabías?
          - ¡Sí, sí, sabía que estaba por allá! – anoté, casi vociferando.
          Elevando igualmente la voz y cada vez mas sonriente, encarnados los carrillos y fulgurantes los ojos, respondíame Erasmo y me examinaba de pies a cabeza, como si recién nos encontráramos. De manera similar también yo, comenzaba a sentirme abochornado y una tibia y agradable alegría me acariciaba el alma.
          - Yo creo que no debimos desterrar a la Coca cola, se nos está poniendo como rocoto la nariz – solté, por decir algo. Le indujo una risa desternillante y pertinaz a Erasmo. Le costó calmarse y cuando lo hizo, continuó parloteando hasta el infinito, de sí mismo:
Que después de aquél revés, él insistió con otra tentativa de ingreso, que tuvo éxito pero, a Derecho y Ciencias Políticas, que fueron muy duros sus inicios en el ejercicio de la jurisprudencia, que ningún cliente acudía a su bufete, que personalmente él tenía que arrebatárselos a los colegas en el patio del Palacio de Justicia, a la manera de los tricicleros disputándose la carga en los centros de abastos y que, demasiado lento fue el proceso de hacerse de un nombre, etc.
- Demoré muchos años, pero al fin pude acomodarme, ahora soy profesor en el Pedagógico Iberoamericano. Es un ente privado pero me pagan bien – concluyó suspirando profundo, como si en esa larga perorata, hubiera reeditado el desarrollo  de aquellos sucesos.
Y finalmente rendidos por los genios de las botellas que destapamos, apuntalándonos a cuatro pies, salimos en busca de un taxi que,  apareció como si nos aguardara y raudo, supongo en cosa de 15 ó 20 minutos, nos puso en la puerta de la casa de Erasmo.
- Déjame preparar el terreno – pude entenderle y se adelantó. Al abrirle la puerta su esposa, la discusión era previsible; ¡se armó!  Era muy comprensible y justificable, es que mientras Cristo sufría terrible agonía en la Cruz, nosotros nos refocilábamos como chanchos. Me asaltó la tentación de la fuga, pero no conocía bien la Ciudad y estaba borracho así que no atiné a nada.
Intempestivamente, la discusión cesó y Erasmo, con alegre mueca, me hizo señal para pasar. Detrás de él, me esperaba muy sonriente la Sra. Reyes. ¡Por poco me caigo de espaldas! Allí estaba de pie la sorpresa de mi vida, ! Eso sí que fue mayúsculo... ! era Mayra Becerra la rubiecilla por la que hice el viaje, La misma Mayrita de la que todos estábamos enamorados en el Colegio San Benito, de secundaria especial para irrecuperables. Estaba más bonita, y creo que hasta ese momento, su piel de armiño, no había requerido del auxilio del bisturí. Ni esos sutiles pliegues en el rostro, habían conseguido borrar su jovial talante y su risueña sonrisa.
Ella no permitió que me fuera al hotel y me acomodó en el cuarto desocupado de su único hijo, Alfonso, que estudiaba en el Emory University en Georgia, Estados Unidos, donde, según me lo relató orgullosa, tenía de profesor de literatura española al mismísimo Mario Vargas Llosa. Me dormí sin darle oportunidad a mis desvaríos.
          Cuando desperté ya el sol estaba alto y me parecía que la cabeza se me había partido en pedazos. No encontré a nadie en la casa. Sólo una nota en la mesa del comedor explicaba que, como los dos salieron temprano al trabajo, me invitaban a que me sirviera el desayuno y me rogaban, los esperara hasta la tarde.
Me animé a tomar un cafecito que acompañé con unos deliciosos panecillos briodge que me tentaron desde una linda panerita de junco, los tomé a medias y salí, dejando una nota de agradecimiento y asegurando bien las puertas.

                                                                 Chanelo

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